No he dejado las palabras ni el teatro en sí, he dejado de exprimirle drama a mi pluma. Soy un dramaturgo invisible.
Hace unas semanas tuve una idea. ¿Qué pasaría si un actor saliera sin máscara a la vida? Llegaría a una entrevista de trabajo, haría creer al entrevistador que es la persona ideal y comenzaría a trabajar inmediatamente. Sus colegas le ofrecerían una sonrisa y la mano; se le mostraría su nuevo lugar de trabajo y las expectativas crecerían sobre él, y él, con los ojos llorosos y las manos temblando, esperaría que éstas no le aplastaran. Desde ese día tendría que aprender nuevas cosas, olvidaría todos los guiones y las técnicas. Ni siquiera la improvisación le ayudaría del todo; sólo podría usar la mentira.
Entonces se preguntaría: ¿quién soy? ¿dónde estoy? y ¿qué hago aquí?
Pero este actor no está ahí por casualidad. No es locura lo que lo llevó a un puesto de trabajo que desconoce. Se ha convertido en un espía, es un virus que desea multiplicar su ADN en la empresa. Con él dentro, la creatividad tendría posibilidad de expanderse, o tal vez el orden.

Este nuevo actor debe olvidarse de los aplausos. Nadie sabrá nunca quién es él realmente. Esa es su tragedia, nunca poder ser él mismo, siempre caer bajo la sombra de su etiqueta social. El Sr. X.
Creo que la mentira, la máscara y el disfraz son las herramientas más efectivas de cambio en el mundo actual. Nada está dicho.
La única Verdad es su interpretación. Ni siquiera puedo creer que esto que escribo sea real, no hay yo, no hay tú, hay palabras en un vacío digital.
Y, sin embargo, te abrazo.